Amor de hermanas: una no podía ser mamá y la otra le prestó el útero
Hoy los mellizos tienen un año y tres meses y tienen el ADN de Carla y su marido pero no tienen documentos porque la jueza a la que le tocó el caso se declaró incompetente. «Creo que la ciencia avanzó tanto que las leyes deberían acompañar. Los chicos están acá, existen, son mis hijos, pero todavía no puedo presentar sus documentos para llevarlos de viaje, al médico o anotarlos en un jardín», lamenta Carla
Carla tenía 22 años cuando una endometriosis severa la mandó de urgencia a un hospital. Era apenas más que una adolescente y los recuerdos quedaron grabados como frases sueltas: un primer diagnóstico que dijo «hay que vaciarla», un médico que evitó que perdiera los ovarios y el útero, y una idea de futuro: «Es probable que no puedas tener hijos». Era 1996, cualquier técnica de alquiler o préstamos de vientres sonaba a ciencia ficción pero una de sus dos hermanas se acercó hasta su cama y le dijo al oído: «Quedate tranquila, vos vas a ser mamá, y si no podés nosotras te prestamos la panza«. Pasó el tiempo y esa hermana se enfermó y murió pero ninguna olvidó esa promesa. Ahora, 18 años después de aquella urgencia y aquel colchón de hospital, Patricia, su otra hermana, decidió ponerle el cuerpo a las palabras: prestarle al útero a Carla para que pudiera ser mamá.
«Conocí a Pablo, mi marido, hace 10 años y un tiempo después empezamos a buscar un médico para saber qué posibilidades reales teníamos de tener un bebé. Ahí nos enteramos de algo que no esperábamos: los dos teníamos problemas para lograr un embarazo de forma natural», cuenta Carla a Clarín. Se operaron, sacaron préstamos y comenzaron con los tratamientos de fertilidad más sencillos: hicieron cinco inseminaciones artificiales en un año. Y nada.
Digirieron la angustia, esperaron a cobrar vacaciones y aguinaldos y volvieron a probar. Esta vez, con una fecundación in vitro, es decir, la unión en un laboratorio de sus óvulos con los espermatozoides de Pablo para transferir luego los embriones. «Tenía casi 40 años y logré quedar embarazada pero cuando estaba por llegar al quinto mes me di cuenta de que lo estaba perdiendo. Fue muy duro porque lo perdí de a poco. Me internaron en el sector de maternidad: yo estaba perdiendo a un hijo mientras otros nacían. Yo sé que nadie te quita tu dolor pero estar internada al lado de bebés que lloran, carteles de bienvenida y souvenirs es terrible», dice. El recuerdo, por primera vez, la hace llorar. Al lado, su hermana Patricia, le pasa un mate y la mira con cariño. «Pero no me rendí y ese día le dije a los médicos: ‘si me van a operar otra vez déjenme lo mejor posible porque voy a seguir luchando para ser mamá».
Carla se recuperaba en un hospital y su familia la veía llorar de mañana, de tarde, de noche. «Yo sentía una impotencia terrible», dice Patricia. «Hasta que me di cuenta de que había una diferencia: cuando uno tiene un familiar enfermo siente impotencia porque no puede hacer nada para que esté mejor, pero en este caso sí se podía hacer algo. Yo no quería invadir a Carla para ser respetuosa con sus intentos, pero ésta vez el médico dijo basta: estaba poniendo en riesgo su vida». Y en una sala de espera, Patricia habló con el marido de su hermana: «Pablo, todavía tienen embriones congelados, ¿y si me los ponen a mí?».
Antes de ofrecerse para gestar los embriones, Patricia se aseguró que estaba sana para llevar adelante otro embarazo. Tenía 41 años y dos hijos -uno de 20 y otra de 15-. Los estudios dijeron sí. «Y entonces le dije: Carla, te presto mi útero para que puedas ser mamá». Juntas fueron a ver a su médico -Agustín Pasqualini, director médico del Centro de fertilidad Halitus- y le preguntaron si era posible. El médico también dijo sí. «Lo que estaban por iniciar era un método llamado ‘gestación por sustitución’ o ‘subrogación de útero’, una técnica mediante la cual una mujer presta su útero para llevar adelante un embarazo para otra pareja. Es decir, iban a transferir al útero de Patricia los embriones logrados de la unión de los óvulos y los espermatozoides de Carla y su marido», simplifica Fabiana Quaini, la abogada que los orientó. Carla y su hermana charlaron a corazón abierto. Y cada una puso en claro su postura: «La mía era ‘Patri cuidame a mis hijos un tiempito en tu panza que yo no puedo», dice Carla. La mía, sigue Patricia, era: «Yo soy sana y tuve la suerte de ser mamá naturalmente de dos hijos que colmaron mis deseos de ser madre. Para mí era como alguien que le dona un riñón a alguien a quien ama, lo peor que me podía pasar era una estría, una cicatriz».
Entonces fueron, le transfirieron a Patricia los embriones de su hermana, se llenaron de ilusión y nada: no prendió ninguno. Y empezar todo otra vez: desmoronarse, resucitar, juntar el dinero, hacer la estimulación ovárica, lograr nuevos embriones de buena calidad y rogar porque quieran quedarse. Lo hicieron, lograron cinco embriones buenos y le colocaron dos. «Y a las dos semanas me hice un test», cuenta Patricia. Dio positivo. Y me dio tanto miedo que no me animé a contárselo». Aún no lo sabían pero los dos embriones habían decidido quedarse: Juan Pablo y Julia.
Fue un embarazo bueno y difícil a la vez: a Patricia la echaron del trabajo. Y todos tenían claro que como el tema no está legislado en Argentina y la Iglesia hizo presión para eliminarlo del nuevo Código Civil, los mellizos podían quedar en un limbo legal. Otras cosas salieron bien. Carla contó en su trabajo que su hermana estaba gestando a sus hijos y le dijeron: «Vos vas a tener tu licencia por maternidad, como cualquier otra mamá». Hasta que llegó el día de la cesárea: «Yo me acuerdo que estaba pariendo y le decía a mi hermana, ‘mirá Carla, mirá a tus hijos’. Ella lloraba tanto, estaba tan emocionada… yo soy mamá también, yo podía sentir lo que mi hermana estaba sintiendo», cuenta Patricia.
Hoy los mellizos tienen un año y tres meses y tienen el ADN de Carla y su marido pero no tienen documentos porque la jueza a la que le tocó el caso se declaró incompetente. «Creo que la ciencia avanzó tanto que las leyes deberían acompañar. Los chicos están acá, existen, son mis hijos, pero todavía no puedo presentar sus documentos para llevarlos de viaje, al médico o anotarlos en un jardín», lamenta Carla. Así, mientras esperan los lentos pasos legales, hoy la casa de Carla y Pablo es otra. Lo que antes era silencio y dolor, hoy es risas de bebés, juguetes en el suelo, castillos para armar, sonido de dibujitos animados. «Me pone muy orgullosa ver a Carla feliz con la familia que soñaba -dice Patricia. «Y poder decirle feliz día de la madre me llena el alma».