SIGUE EL CULEBRÒN
Por Roberto Garcia. Siguen el ritual: no se hablan, prefieren la odiosa distancia, incomunicados y en operaciones tenebrosas. Como esta semana: uno afuera, soñando con el Nobel de la Paz, la otra adentro, hilvanando un discurso para el Día de la Militancia, recordatorio más de sí misma como empoderada de esa función. Se mantiene el culebrón de ambos, peleados a niveles insólitos y en progreso: para ella, Alberto es más enemigo que Macri –basta con leer o escuchar ahora a sus conmilitones del periodismo– y hasta le pueden atribuir el atentado fallido, como hizo el abogado Dalbon. Para el prestigio personal, es inadmisible que el intento de asesinato se consagre solo en dos o tres marginales, lumpen en su propio diccionario, y no constituya una conspiración internacional. Mientras, como objeción al mandatario, su séquito camporista repite en coro “vamos a volver”, semejante a la estupidez incongruente del “Perón vive”. Se quejan como si no fueran a cobrar todos los fines de mes a la generosa boletería del Estado.
No es la primera vez que un presidente se lleva mal con su vice en el país, pero el cortocircuito entre Alberto y Cristina difiere de otros de la historia reciente: el uno siempre era más poderoso que el dos, imponía condiciones; Alfonsín sobre Martínez, Menem sobre Duhalde, Néstor sobre Scioli, Cristina sobre Cobos. La última etapa ha sido al revés, inédita: la vice era más que el Presidente. Hasta que Alberto, ya en las puertas del loquero, harto, se sacó los cerrojos de la viuda con más lentitud que Houdini, cortó el teléfono y no le hizo más caso. Se dio cuenta de que al propiciar la suspensión de las PASO, entre otros proyectos, Cristina lo enviaba como res engañada al garrote del matadero: era, además, un chivo expiatorio. Tomó entonces el mandatario dos decisiones clave: una, enfrentarla; la otra, iniciar una dieta estricta, experiencia que suele ser más difícil que el otro desafío. Cuando se mira en los dos espejos, hoy se pregunta: “¿Por qué no lo hice antes?”.
Harto, Alberto tomó la decisión de enfrentarla y hoy se pregunta: “¿Por qué no lo hice antes?”
Scioli se queda en Brasil, dice que aguarda un acuerdo “profundo” con Lula, aunque persiste la sospecha de que el futuro presidente lo bajó de categoría por su vinculación con Bolsonaro. Ese entendimiento lo procura Alberto para conseguir un swap de seis meses que le cubra la faltante de dólares hasta marzo o abril del año próximo. Será decisiva esa operación si Celso Amorim vuelve al poder como en la última administración de Lula. Complejo parece el intento al que adhiere Sergio Massa, entusiasmado como todo el Gobierno en que al menos le concedan ese crédito en moneda brasileña. El ministro de Economía, se advierte, hoy ejerce más como presidente, como si la cartera le quedase chica. Y se ha envuelto en una vorágine de anuncios, entrevistas, números y humo que supera cualquier experiencia anterior, especialmente si se la compara con el módico Guzmán. Como centro de política, Massa extiende los plazos de vencimiento o caída, suspende los aterrizajes, deja los aviones en el espacio aéreo mientras conserven combustible. Riesgoso: hasta se atrapó en su propia sentencia al imponer 120 días para controlar el precio de ciertos productos, maniobra que antes desechaba y que, al concluir, suele explotar con los índices de inflación. Se condicionó a sí mismo, no solo a los precios, al obligarse a definir en marzo su aspiración presidencial: puede perder el tren de la Casa Rosada por un disloque de almacenes y supermercados. Por ahora, redacta un breviario de su gestión en el que publicita: “Solo en tres meses pare el blue, la corrida en pesos, el desbarranque de los activos externos, arreglé con el FMI –además me dieron más plata y me autorizaron el control de precios–, mejoré el pacto con el Club de París eliminando costosas cláusulas que realizó Axel Kicillof, reduje el riesgo-país, etcétera”. Siguen sus firmas con el comunicado de propaganda y, si lo dejan hablar, tal vez duerma a los argentinos con sus “éxitos” completos. Obra maestra de un enterrador.
Pero en su equipo domina la discreción y un criterio a favor de la devaluación –palabra prohibida por Cristina–, temen acontecimientos complicados. Aunque más de uno transite la esperanza de cierta estabilización con fondos nuevos por la recaudación que demoren la medida y permitan acumular divisas. Confían en la iniciativa sobre el descubrimiento fiscal de las “personas físicas” que tienen dinero no declarado en los Estados Unidos y que serán forzadas a regularizarse ante la divulgación. Ni idea del monto a percibir, pero se trata de un favor notable de Washington: no hubo entrevista Biden-Fernández, sí colaboración financiera. La Cámpora debe creer que reciben estas ayudas por despotricar contra el imperio y se habrá de ufanar con la denuncia pública a realizar sobre la aparición de personajes de nota, de alas opuestas. De los propios no dirán nada. Importa distinguir otra cuestión: el gobierno demócrata facilita estos estados personales de cuenta, pero sigue negándose a facilitar la transparencia sobre las sociedades en negro, verdadero corazón y alma de los depósitos de extranjeros en EE.UU.
Nunca brindará ese tipo de información, sería como hacer desaparecer con un tsunami la ciudad de Delaware, entre otras de sus plazas financieras más oscuras. Los ingresos al Estado por la flamante permisividad son difíciles de calcular, aunque se presumen jugosos por las “personas físicas” que quedarán expuestas, incluso hasta el rendimiento de la difusión política de aquellos que al margen de esquivar tributos no pudieron en el pasado adaptarse a ningún blanqueo (diputados, senadores, ministros, parientes, etc.) por restricciones de la norma. Por lo tanto, se desconoce el eventual monto agraciado por la presunta gentileza del gobierno Biden, ya que la gran parte de los depositantes ocultos no lo hacen con su nombre, sino por medio de sociedades. Tampoco hay información sobre el mecanismo que se aplicará a los infractores: multas como reclama la ley Parrilli o si se propiciará un blanqueo específico. Con esta materia no le fue bien al Gobierno: solo el 1% de lo que se imaginaba en el rubro construcción eligió incluirse en la regularización concluida la semana pasada. Este ejercicio, de cumplirse, es una alternativa de Massa para alargar más los límites, zafar de la angustia que provocan la falta y el retiro de dólares. Por ahora, el ministro sigue sin fascinar al mundo de los economistas profesionales, que lo califican solo como un amortiguador o dilatador de la crisis económica. Le interesa poco esa opinión: debe conformar a Cristina, quien en la zozobra de las turbulencias aéreas, se entregó a su aparente pericia en el manejo de aviones. Más tranquila en el vuelo, ya no pide por Dios, sino que exige atención de las azafatas, cumplir con el horario (aumentos fijos de salarios, no desvalorizar más el peso o congelar precios). Todo lo que puede: hasta conducir ella, olvidándose de que está en el aire. Y que un mosquito o dos, Alberto y Scioli, le afectaron la turbina. Fte textual Perfil