LA OPOSICIÓN INSISTE EN TROPEZAR CON LA MISMA PIEDRA POR CARLOS PAGNI
Los líderes de Juntos por el Cambio no advierten que la escena política se está despolarizando y creen que sus seguidores los van a disculpar porque del otro lado está Cristina Kirchner
CARLOS PAGNI. Los dirigentes de Juntos por el Cambio están tropezando por segunda vez con la misma piedra: la creencia en que la polarización con el kirchnerismo los absuelve de sus propio desaciertos. Esta convicción fue el velo que les impidió advertir el efecto corrosivo que la crisis económica desatada en 2018 tenía sobre su base electoral. El hostigamiento a la figura de Cristina Kirchner, suponían, alcanzaba para disimular los errores propios. Sobre esa alfombra roja ella regresó al poder. En estos días se advierte el mismo error. La coalición va adquiriendo el aspecto de la casa de Gran Hermano. Eso sí, sin llegar al extremo de tener que establecer un código de convivencia para evitar algún abuso. Están en la instancia previa: sólo se amenazan con romperse la cara a trompadas. Esos dirigentes expresan una confianza candorosa en que sus seguidores los van a disculpar porque del otro lado está la vicepresidenta. Es la misma ingenuidad que lleva a Alberto Fernández a justificar sus extravíos en la pretensión de “que no vuelva la derecha”.
El desbarajuste se alimenta en un problema recurrente entre los líderes: la dificultad para detectar que el contexto en el que operan se ha modificado. Pero el drama consiste en que “la transformación no para”. Un signo principal del momento es que la escena política se está des-polarizando. El fenómeno obedece a muchos factores, pero hay uno principal: el malestar económico se está prolongando demasiado y la responsabilidad ya no es imputable a un solo grupo. El cruce de reproches de una orilla a la de enfrente comienza a ser visto como una autoindulgencia. Los comicios del año pasado trazaron un mapa de esta nueva configuración. El Frente de Todos cedió votos hacia la abstención y hacia el trotskismo. Y Juntos por el Cambio enfrenta la amenaza libertaria encarnada, sobre todo, en Javier Milei. Esta reducción inspira reproches en cada grupo. Para citar sólo dos ejemplos. Máximo Kirchner afirma que el actual gobierno puso al país de rodillas frente al campo, y Gerardo Morales dictamina que el experimento de Mauricio Macri fue un fracaso. Más allá de las intenciones de los protagonistas, el debate público comienza a estar mucho más tomado por el conflicto interno de cada fuerza, que por la inercia de una confrontación entre ambos bloques.
Para la historia del Frente de Todos ha ocurrido una mutación inexplicable: el Estado se quedó sin recursos, sobre todo, sin dólares. Esta es la razón por la cual el modelo de la señora de Kirchner ha dejado de ser un proyecto. Es un relato de pizarrón, hecho para ser visto, no para ser ejecutado. El kirchnerismo realmente existente se llama Sergio Massa y sus mil tipos de cambio. Para seguir representando a quienes los votan, la señora de Kirchner y quienes la acompañan deben distanciarse de Fernández y su administración. Una empresa muy dificultosa, porque fue ella quien diseñó el engendro. Para que la feligresía olvide ese detalle, la diferenciación debe ser cada día más brutal. ¿Habrá algún límite? Ni ellos lo saben.
El problema de Juntos por el Cambio tiene que ver con otras alteraciones del paisaje. La asociación nació al amparo de tres premisas. La primera es que sobre el país pesaba la amenaza de un gobierno autoritario. A partir de su espectacular triunfo de 2011, bajo la consigna de “Vamos por todo”, la expresidenta avanzó sobre la propiedad privada estatizando el 51% de YPF, la mayor empresa del país; enfrentó a la prensa con una nueva Ley de Medios; e intentó subordinar a la Justicia con la coartada de su democratización. La sombra que se proyectaba sobre el régimen republicano consiguió que diferencias históricas y conceptuales se relativizaran en homenaje a la unificación que permitiera conjurar el riesgo.
El panorama es hoy muy distinto. Si algo no puede provocar la gestión de Alberto Fernández es el miedo a una dictadura. La otrora todopoderosa Cristina Kirchner ha sido desafiada por su feligresía, en especial durante la discusión del acuerdo con el Fondo. Se le sublevaron los bloques parlamentarios y quedó en minoría frente a la operación más ambiciosa de estos cuatro años. Más todavía: su gólem, Fernández, se atreve a desafiarla y fantasea con su propia reelección. Insidioso, va todavía más allá: osa decir que él desconoce qué es la corrupción.
Desdibujada la amenaza autoritaria, parece bastante natural que muchos radicales se pregunten qué los une a Macri o que Elisa Carrió se plantee qué está haciendo con algunos radicales. El propio Macri parece estar cada día más incómodo con las antiguas compañías y se muerde la lengua antes de decir lo que, de veras, cree: que la UCR es una variante light del populismo.
Muchos dirigentes de Juntos por el Cambio no registraron que están participando de una película distinta. Son los que ante cualquier disputa interna lanzan una advertencia color sepia: no debemos pelearnos entre nosotros, porque debemos frenar al kirchnerismo. La secuencia es la contraria. “Nos peleamos entre nosotros porque ya no debemos frenar al kirchnerismo”.
El segundo fenómeno que habla de un nuevo clima es la ausencia de un candidato indiscutible. En 2015 ese papel lo desempeñaba Macri. Hoy no hay quien ocupe ese lugar. No lo hay porque el atractivo de Juntos por el Cambio está disperso, a pesar de que Horacio Rodríguez Larreta lleva la delantera, por su situación en las encuestas y por el control de la inapreciable máquina porteña. Además, Macri está empeñado en socavar esa preeminencia de Larreta. Sea para vencerlo, sea para forzarlo a negociar. La evidencia de que ya no hay un aspirante natural a la presidencia es que en la primera fila de Juntos por el Cambio hay, por lo menos, cinco competidores: Larreta, Patricia Bullrich, María Eugenia Vidal, Facundo Manes y Gerardo Morales. Siempre y cuando no se agreguen más, porque Elisa Carrió y Martín Lousteau relampaguearon esa posibilidad la semana pasada.
Además, está Macri, quien mueve las piezas con una sagacidad que hace dudar de si no será mejor dirigente partidario que presidente de la Nación. Antagonista de Cristina Kirchner y, a la vez, simétrico con ella, él también se niega a definirse candidato. Por ahora intenta controlar la lapicera. Todavía no es el momento de escribir su nombre. Pero se propone como el administrador de la identidad del grupo. El que ubica los jugadores en la cancha y, desde una superioridad infusa, les asigna una calificación. En su momento, dice, bendecirá al que más le guste. Y si no, insinúa sin mostrar las cartas, será él. Macri reprime con disciplina la tentación de subirse a la tarima. Es mucho más fuerte el temor a tener, algún día, que bajarse. Repite el patrón de conducta que mencionó en la página 110 de su libro Para qué: “Sin un cargo ejecutivo, en la política había descubierto un rol nuevo. No era el jefe, como me había sucedido en Sideco. Tampoco era el presidente, como me pasó en Boca. No podía mandar. Mi poder ahora era otro. A partir de ese momento supe que debería conducir”.
Es interesantísima esa confesión de Macri. No sólo porque vuelve a estar en esa situación y quiere, es evidente, conducir. Lo novedoso es que, como queda al desnudo en todo el libro, ha abandonado el horizontalismo del “mucho más importante que la estrella es el equipo”. Era la retórica del candidato indiscutido, a quien nadie desafiaba. Ahora se ofrece, y reclama ser reconocido, como el líder. Es una señal del cambio de contexto: debe demostrar, y a eso se dedica, que el desafío de Larreta no convierte al Pro en un cielo con dos soles. Si se lee Para qué, queda claro que Larreta es una novedad absoluta en la vida de Macri. Ni en el equipo de fútbol que armó en Newman, ni en Sideco, ni en Boca, y mucho menos en la Presidencia, tuvo la experiencia de que alguien de su propio grupo le discuta el cetro.
Ese reto organiza la estrategia del expresidente. Promueve a Patricia Bullrich, como se demostró el último domingo. Quien organizó la comida de recaudación de fondos celebrada en Punta del Este, Santiago García Calvo, es un compinche del golf que actuó a pedido suyo. Hasta tuvo la maliciosa sutileza de invitar al exmarido de la exesposa de Larreta. Al afirmarse en su candidatura, Bullrich presta otro servicio: ofrece un parking a quienes esperan que Macri se postule. Néstor Grindetti, Cristian Ritondo, Joaquín de la Torre, entre tantos otros. Como explica un viejo amigo de Macri, con ese clasismo propio del ambiente, “Patricia es como si fuera la casera: te usa el cuarto, la vajilla y hasta el auto, hasta que volvés vos a ocupar la casa”. La teoría tiene un desperfecto. Habría que prestarle atención a una declaración que pasó inadvertida en el bullicio del fin de semana: como Larreta en aquel retiro del Llao Llao, Bullrich dijo que, si Macri se presenta en una interna, ella igual competiría.
La afirmación de la desconocida pugilista, que comenzará a trepar a los escenarios con un fondo de Eye of the Tiger, plantea un problema delicado, que en buena medida es también el problema de Larreta: ¿en nombre de qué ideas, de qué programa, de qué valores, enfrentarían a Macri? El liderazgo de Bullrich o de Larreta, ¿sería una renovación en qué sentido? Ejemplo: el bloque de diputados del Pro debe renovar su delegación en el Consejo de la Magistratura. Pablo Tonelli, que fue el más sistemático investigador de la corrupción judicial, aun con restricciones de su grupo, no aceptó la reelección. Macri pierde una posición, en beneficio de Larreta. El alcalde postuló al mueblero Álvaro González, discípulo de Raúl Carignano, secreto ahijado de Silvia Majdalani y antiguo secretario del santafesino Reviglio, es decir, un hombre para quien el pragmatismo carece de secretos. Por suerte es una decisión de la bancada del Pro, es decir, Elisa Carrió no está obligada a opinar. Y no opina. Macri tampoco, a pesar de que, como demostró hace poco, tiene tasado a González. La selección de González refuerza un estilo de relación de Larreta con Comodoro Py, que describió Candela Ini en una nota reveladora, publicada el 20 de julio en LA NACION.
¿Alcanza lo que promete el jefe de Gobierno, un cambio metodológico, de estrategia de poder? Una coalición del 70% contra otra del 50%: ¿alguien entiende? Son preguntas adecuadas, sobre todo si uno lee las declaraciones en las que Bullrich reconstruye su conflicto con Larreta. Todo terminó en una pizzería, cuando ambos se confesaron no que pensaban distinto, sino que querían lo mismo. La Presidencia.
Macri tiene con Larreta un duelo adicional: el control de la ciudad. Ya sufrió un problema sucesorio. Fue cuando, distraído por la pelea presidencial, dejó la herencia de Boca en manos de Daniel Angelici, quien perdió la casa principal de Macri, su “Matanza”, con la candidatura de Christian Gribaudo. La alianza de Larreta con la UCR de Emiliano Yacobitti y su candidato, Lousteau, reproduce ese temor. El jefe de Gobierno supone, con bastantes argumentos, que una fórmula de Lousteau con alguien de su grupo, Emmanuel Ferrario por ejemplo, dejaría fuera de carrera a Jorge Macri. Mauricio Macri respalda a su primo. Más aún, cuando a Jorge le preguntaron por qué aceptó el aval de Patricia Bullrich, contestó “fue orden de Mauricio”. El jefe de campaña de Jorge Macri, Fernando De Andreis, es hoy el colaborador más estrecho del expresidente. Hay que cuidar la otra “Matanza”.
La alianza con la UCR le daría a Larreta una gran ventaja en la pelea nacional. Es lo que Macri pretende desestabilizar, acercando a Alfredo Cornejo, Martín Tetaz y, sobre todo, a Rodrigo de Loredo. Son todos aliados de Yacobitti y de Lousteau. Problema para Yacobitti que debe explicar ante Larreta por qué no controla a sus presuntos socios. Lo que sobra hoy en Juntos por el Cambio es la presunción.
La amenaza autoritaria del kirchnerismo, la certeza de que Macri era el candidato más competitivo: a estas premisas se suma una tercera, que funcionaba en 2015 y que perdió vigencia. Es la idea de que Macri no es un líder de derecha. Jaime Durán Barba y, sobre todo, Marcos Peña, pusieron un esfuerzo sistemático en hacer de Macri un candidato socialdemócrata, que no resultara agresivo para el votante de la clase media, sobre todo el de clase media baja. El gradualismo fue una variable dependiente de este marketing. El ascenso de Milei, la expansión del discurso de ultraderecha a escala occidental y, más que nada, el alejamiento de Peña, liberaron a Macri del disfraz. Ahora puede decir sin inhibiciones que Yrigoyen era populista y que detesta a los progres. Hasta recuperó la memoria de su abuelo, Giorgio Macri, que en la Italia de posguerra adhirió al Partido del Hombre Común, el Qualunquismo, donde se reciclaban los antiguos fascistas y se agitaba la bandera antipolítica contra todos los partidos.
Liberado del yeso, Macri habilita una derechización entre los suyos: no sólo Bullrich, también Miguel Pichetto y De la Torre se abstuvieron de felicitar a los brasileños por la elección en que triunfó Lula da Silva. Pichetto y De la Torre pasearon por el conurbano al reaccionario 03, que es el apodo que Bolsonaro asignó a su hijo Eduardo, para diferenciarlo de 01, 02 y 04. El presidente brasileño tiene a sus hijos numerados. Esta radicalización conservadora habilita planteos desconocidos hasta ahora en esa coalición: por ejemplo, el discurso antigay y la negación del cambio climático. De la Torre es quien va más lejos en esta dirección que los lleva a ser, en una agenda amplia, Juntos por el No Cambio.
El descongelamiento ideológico plantea una divergencia cada vez más notoria con la UCR, que facilita el trabajo de Larreta. Entre los radicales que discuten a Macri, y Bullrich y el macrismo, que lo hostigan, le han resuelto un problema importantísimo: cómo diferenciarse de su antiguo jefe. Lo diferencia el resto.
Desde el kirchnerismo aprovechan la fisura. Leopoldo Moreau dirigió este 30 de octubre, desde El cohete a la luna, una carta abierta a los radicales en la que, después de analizar varias declaraciones de Macri en una conferencia de Miami, pregunta a sus antiguos correligionarios: “¿Qué los puede unir al macrismo después de leer estas definiciones?”. La jugada de Moreau tiene un doble filo. Es un aporte a la fractura del frente opositor. Es, además, un modo de ir construyendo la imagen del Macri fascistoide que necesita Cristina Kirchner para, enfrentando a un Bolsonaro, convertirse en Lula. Por Carlos Pagni. Fte. Identidad Correntina