JUSTICIA: Pasaron 20 años de la muerte de Walter Bulacio
Veinte años pasaron de la muerte de Walter Bulacio, el pibe de Aldo Bonzi que un 19 de abril fue detenido durante una razzia en las inmediaciones del estadio Obras, donde había llegado para ver un recital de los Redonditos de Ricota. Al momento de morir, Walter tenía 17 años: tres menos de lo que lleva una causa que hoy no tiene un solo detenido y que todavía ni siquiera fue a juicio.
Por entonces, Walter cursaba 5º año en el Nacional Rivadavia y, para pagarse el viaje de egresados, trabajaba como caddie en el Campo Municipal de Golf. El día del recital llegó a Núñez junto a un grupo de chicos de su barrio. Los que ya tenían sus entradas se pusieron en la cola. Los que no, se afligieron al ver que estaban agotadas.
Como Walter tenía algo de plata que le había dado su abuela, se puso con un amigo a buscar una reventa. El contexto no era el mejor: la zona estaba surcada por un operativo policial gigantesco, contratado por la organización del show como “servicios adicionales”. Así y todo, rodeando la reja de Obras ambos encontraron un hueco por donde entrar. Pero el entusiasmo les duró poco: minutos después eran subidos a un micro por personal policial y llevados con otros 72 chicos a la Comisaría 35ª a cargo del jefe del operativo, comisario Miguel Ángel Espósito.
Con el paso de las horas, los detenidos fueron clasificados por edad y sexo. Los once menores que compartieron celda con Walter contarían luego que desde el principio él se quedó muy quieto en un rincón. “Tenía frío –dijeron– y estaba asustado.” Era la primera vez que lo detenían. Los chicos fueron siendo retirados por sus padres, hasta que al amanecer sólo quedaban dos pibes y Walter, que indudablemente no estaba bien. No podía pararse, apenas hablaba, y para cuando vomitó los otros dos empezaron a llamar al guardia. A eso de las 11 de la mañana, sin notificar a los padres ni al juez de menores de turno, Walter era internado de urgencia en el Hospital Pirovano.
Mientras tanto, en Aldo Bonzi, la mamá de Walter estaba tranquila: su hijo le había dicho que, luego del recital, iría directamente a trabajar al club de golf. Pero la calma se terminó cuando uno de los chicos que había sido detenido con Walter llegó a su casa para informar la novedad. Graciela y Víctor Bulacio corrieron entonces a Núñez.
“¿Te pegaron, negrito?”, le preguntó Víctor a su hijo. Y él, que ya no hablaba, asintió con la cabeza. El 21 de abril Walter fue trasladado al Sanatorio Mitre, donde un grupo de amigos se unieron para acompañar a los padres de quien para los medios ya era “el estudiante que agonizaba tras ser detenido en un recital de rock”. El 26 de abril de 1991, una semana después de su detención, Walter murió a causa de un aneurisma.
«Cuando en Derecho pongan como materia la chicanología, el programa va a ser el índice de la causa Bulacio”, dice María del Carmen Verdú, abogada de la familia de Walter desde el primer momento. “Pero después de tantos años –sostiene– no siento frustración.”
“Uno se frustra si tiene expectativas, pero así como no nos llama la atención que la policía mate a un pibe, menos nos puede sorprender este derrotero que involucra al aparato de jueces y fiscales, a la Cámara, a la Corte y a los distintos gobiernos que demostraron a qué nivel puede llegar la decisión de garantizar la impunidad. Porque a Espósito, como individuo, le soltaron la mano hace rato, pero acá el interés es evitar que se note que no estamos hablando de casos aislados, o de un loquito suelto reclutado por error, sino de una política de Estado”, agrega Verdú.
En el expediente abierto en 1991 se apuntó a la privación ilegal de la libertad de 73 personas agravada por la muerte de Bulacio, de la que sólo se acusó al comisario Espósito. El juez Víctor Pettigiani, luego de mantenerlo detenido por un lapso de dos horas, le concedió la excarcelación, beneficio del que goza hasta hoy.
Según declaró en su momento Espósito, las detenciones de los menores no se informaron al juez de turno “por aplicación del Memo 40”. “Esta afirmación, deslizada como algo natural por el comisario, se convertiría en la gran discusión jurídica del caso, ya que se trataba de una orden interna que la Policía Federal aplicaba desde hacía 26 años en las detenciones de menores”, explica Verdú. Y agrega: “Lo que establecía, básicamente, era que aunque la primera obligación de un policía al detener un menor era avisar al juez de menores, cuando el personal instructor considerara que eso no era necesario, podía no hacerlo.”
En mayo de 1992, la Cámara sobreseyó a Espósito, aunque dos años después la Corte Suprema hizo lugar a la queja de la querella, revocó el sobreseimiento y ordenó volver a procesarlo.
En febrero de 1995 se produjo otro suceso: fue cuando desde la cárcel de Caseros, donde cumplía una condena por robo, pidió declarar el ex policía Fabián Sliwa, el único testigo que señaló a Espósito como autor del golpe fatal recibido por Walter. Según aseguró Sliwa –que la noche de la razzia estaba en la 35–, el comisario estaba enojado porque de madrugada “la seccional era un despelote”. Fue entonces cuando –siempre según Sliwa– descargó su ira golpeando a Walter en la cabeza con el machete reglamentario de uno de los agentes mientras era llevado por el pasillo.
La jueza María Maiza consideró que el testimonio de Sliwa no era creíble y que sólo buscaba mejorar su situación procesal. Entonces, decidió desechar la carátula de “torturas seguidas de muerte” hasta que se incorporaran nuevas pruebas, cosa que nunca ocurrió.
Fue entonces cuando sólo quedó en pie la acusación por privación ilegal de la libertad, reiterada en 73 oportunidades y agravada una de ellas.
En diciembre de 1995 fue cerrada la etapa de instrucción y la fiscal Mónica Cuñarro pidió que se condenara a Espósito a 15 años de prisión y 30 de inhabilitación para ejercer cargos públicos. Desde entonces, gracias a la cantidad de maniobras dilatorias de la defensa –entre pedidos de prórroga, nulidades y excepciones– como a la complicidad del aparato judicial, la causa quedó congelada.
Fue en 1997 cuando Verdú anunció que, como el proceso no avanzaba, recurriría a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que en 2001 terminó presentando la demanda del caso ante la Corte Interamericana. Víctor Bulacio, el padre de Walter, había muerto un año antes. El hombre había sido despedido de la fábrica en la que trabajaba, presumiblemente por faltar para seguir los reclamos judiciales y participar de las marchas. “En dos décadas –dice Verdú– no hubo un solo año en el cual no nos hayamos movilizado al menos una vez para pedir justicia.” La abuela de Walter, María Ramona, también se hizo presente en todas ellas. Y aún hoy, a los 82 años y presa de una larga enfermedad, continúa buscando justicia.
En 2003, el gobierno del entonces presidente Eduardo Duhalde reconoció ante la CIDH la ilegalidad del comportamiento del Estado en la detención y posterior muerte de Walter. Así y todo, la CIDH dictó sentencia en septiembre de ese año y ordenó que la investigación debía seguir, que el Estado debía garantizar que no se repitieran hechos de esa naturaleza y que la familia debía ser indemnizada.
Según Verdú, el Estado sigue sin cumplir su condena, lo que mantiene escandalizado al organismo internacional. “El procedimiento se llama ahora ‘entrega del menor’ y en realidad está prohibido, aunque en la práctica funciona igual que el Memo 40”, señala.
“Pero los sucesivos gobiernos no han hecho nada porque simplemente no pueden hacerlo. Cumplir la condena en el caso Bulacio –concluye– los privaría de sus más esenciales herramientas represivas, porque lo que verdaderamente se discute en esta causa es el sistema de facultades policiales para detener personas arbitrariamente”.
Mientras tanto, a 20 años del hecho, la muerte de Walter David Bulacio, el pibe de Aldo Bonzi que quería ver a los Redondos, sigue impune y por lo pronto parece que nada cambiará esa situación. Por Luis Sangiorgio