lunes 18 de noviembre de 2024 09:00:18

EL GOLPE PALACIEGO QUE ACORRALA AL PRESIDENTE

 Por momentos, parece que la Vicepresidenta lo somete a una opción de hierro: romper o someterse

El presidente Alberto Fernandez junto a Cristina Fernández en la apertura de las sesiones ordinarias en el congreso nacional. Fotos Emmanuel Fernández

Desde hace muchos años, en sus clases de guión, Juan José Campanella explica que en toda buena película hay un momento clave en el que su protagonista elige su destino. El ejemplo clásico que suele dar Campanella es el de Michael Corleone, el inmortal personaje que interpreta Al Pacino en El Padrino. Michael amaba a su padre pero no quería ser como él. Cuando su noviecita –aquella joven, bella e ingenua Diane Keaton—manifestaba alguna inquietud, él decía: “Es mi familia, no soy yo”. Pero hubo un día en que ese juego doble ya no fue posible, en el que tuvo que decidir: seguir el mandato familiar o ser él mismo. Puede ser que alguien no la haya visto. No corresponde anticipar el desenlace.

La renuncia de Marcela Losardo al Ministerio de Justicia parece anunciar el momento más dramático para el presidente Alberto Fernández, ese instante en el que el protagonista de una película decide realmente quién es. Losardo es una de sus amigas de toda la vida. Fue su socia en el estudio jurídico. Él es el padrino de su hija. Las últimas palabras de Losardo, antes de que se conociera su renuncia, expresaron su desacuerdo con que el Parlamento armara una comisión bicameral para interrogar jueces. Losardo nunca utilizó la palabra lawfare. Jamás firmó solicitadas pidiendo la libertad de condenados por graves delitos de corrupción. No pidió prisión domiciliaria para ellos utilizando la pandemia como excusa. Era, por donde se la viera, una ministra moderada, democrática y respetuosa de la división de poderes.

En los días previos a su renuncia, Alberto Fernández hizo su discurso más duro contra la Justicia, en el que pidió control cruzado de poderes, y Cristina Kirchner insultó a todo el Poder Judicial en un colorido discurso, que Fernández respaldó. O sea, que Losardo había perdido el respaldo del Presidente. La ministra se cansó y renunció. En lugar de desplazar a las segundas líneas, Fernández le aceptó la renuncia. Fue algo muy parecido a una conspiración contra una de las ministras más cercanas al Presidente.

El problema se acrecentó después, cuando Fernández tuvo que designar a su reemplazante. Esa decisión le produjo al Presidente una parálisis que duró ocho días, al menos hasta el momento de cerrar esta nota. Es realmente exótico lo que ocurre. La Justicia es, justamente, el ámbito donde Fernández se desempeña con mayor naturalidad. Entre sus colaboradores, hay muchos y muy buenos que podrían ocupar el lugar de Losardo. Vilma Ibarra, por ejemplo, ¿no tiene experiencia, relaciones, trayectoria política, formación intelectual, para ocupar el Ministerio de Justicia? ¿Y Alberto Iribarne? ¿No fue el ministro de Justicia del mejor momento de Néstor Kirchner, cuando se construyó una Corte independiente?

Pero Fernández tiene dificultades para designarlos. Ni Ibarra ni Iribarne tienen el perfil que reclama Cristina Kirchner, para quien el combate frontal contra el Poder Judicial es un tema esencial. Cristina nunca disimuló eso, desde que en tiempos de campaña explicó que la independencia de la Justicia es una rémora de la Revolución Francesa, “de cuando no existía la electricidad”. Pero hay otro problema. Luego de la experiencia de Losardo, cualquier ministro “albertista” pedirá razonablemente que los subsecretarios le respondan. Para eso, Fernández debería despedir a los hombres de La Cámpora. Una vez más el callejón sin salida: los límites que impone la Vicepresidenta.

En ese contexto, la alternativa que le queda a Fernández consiste en aceptar la voluntad de Cristina Kirchner. La elección de Martín Soria para el cargo de ministro hubiera sido ideal en ese sentido. El ex intendente de General Roca tuitea la palabra lawfare una vez por día, ha declarado que “los periodistas son una mierda”, ha agredido físicamente a algunos de ellos en Río Negro en tiempos de campaña. Es uno de los que se ponen el casco. Pero para designar a alguien así, Fernández debe asumir el enorme costo de esa decisión, que básicamente consiste en reconocer que su despacho no es la referencia del poder político en la Argentina. Por momentos, parece que la Vicepresidenta lo somete a una opción de hierro: romper o someterse.

En el fondo de este conflicto hay dos asuntos muy sensibles. En la cuestión judicial no confrontan solo dos puntos de vista acerca de cómo un Presidente debe tratar a poderes que no se le someten. Si fuera eso, habría margen para discutir. El tema es que en el medio están los juicios a la Vicepresidenta y a sus hijos. Quince meses después de la asunción de Fernández ese problema no se ha resuelto. De los últimos discursos, y de la renuncia de Losardo, se desprende que ha vuelto la estrategia del insulto y el ataque frontal. Es curioso: ese abordaje sólo ha sufrido derrotas en la última década, entre ellas una cadena interminable de condenas. Pero como a nadie se le ocurre otra alternativa, Cristina insiste en ir una y otra vez, de la misma manera, al mismo lugar.

El problema es que tal vez no haya solución independientemente del método que se aplique. En ese caso, queda claro que el problema para Cristina no es Losardo, sino Fernández. Si el nuevo ministro es de Fernández, Cristina le echará la culpa al Presidente cuando pasen los meses y siga procesada. Si es de ella, también le echará la culpa a Fernández, porque es su método habitual. Las causas donde están procesados Cristina, Máximo y Florencia son un elemento explosivo en la relación entre el presidente y su vice.

Pero el segundo asunto es más importante aún. En última instancia, lo que está en juego es la autoridad presidencial. Un líder debe tenerla. Eso no quiere decir transformarse en un tirano. Pero si una coalición no respeta su liderazgo, o si él no se impone, le será muy difícil gobernar. Es un problema suyo, pero también de la coalición. En esa dinámica ocupa un rol central la Vicepresidenta, que no actúa precisamente con generosidad y espíritu de grupo. A la familia Kirchner, históricamente, le ha sido muy difícil respetar a los dirigentes que no llevan el apellido. De ello pueden testimoniar todos los que gobernaron Santa Cruz entre Néstor y Alicia Kirchner: Sergio Acevedo, Carlos Sánchez y Daniel Peralta. O los candidatos que encumbró el kirchnerismo: desde Daniel Scioli a Martín Insaurralde.

Eso genera este tipo de episodios recurrentes. Los efectos de este método son múltiples. Por ejemplo, a cualquier interlocutor del Presidente le surge una pregunta natural: ¿Está en condiciones de cerrar un acuerdo o debe consultar a otra instancia?

Ocho días lleva pensando Fernández qué hacer con ese Ministerio.

Las opciones parecen muy dramáticas: someterse o arriesgar una ruptura. ¿Qué sentirán sus amigos de toda la vida si reemplaza a Losardo por un alfil de Cristina? ¿Quién será el próximo en caer? ¿Terminará en el Ministerio de Justicia el estilo pacman de Cristina y los suyos? ¿O luego irán por los medios estatales para revivir viejas historias? ¿Y después? ¿Qué espacio le queda a un presidente cercado? ¿Representar a un personaje que no es él mismo? ¿Qué efectos tendrá esta radicalización, sobre la economía? ¿Y sobre las elecciones?

Imagino que Juan Campanella piensa que Fernández ya decidió su destino hace mucho tiempo, cuando se reconcilió con Cristina, o cuando aceptó la candidatura. Quién sabe. La condición humana es muy compleja, imprevisible, y da giros inesperados. Ocho larguísimos días. El Ministerio de Justicia sigue vacío. Es una metáfora potente. Por Ernesto Tenembaum. Fte. textual Infobae