La piedra que llegó a ser más valiosa que el oro
El mercado es un gran laberinto desconcertante, en el que, fila tras fila, los comerciantes muestran sus iridiscentes piedras dispuestas en bandejas blancas.
Al principio, creo que es una cascada. Una ola de sonido líquido viene hacia mí sobre las aguas salobres del río Irrawaddy.
A medida que me acerco, tras cruzar un puente junto a un grupo de monjes vestidos con túnicas de color naranja, el ruido se hace más fuerte, más cristalino.
Estoy en Mandalay, al norte de Birmania, una ciudad bulliciosa de un millón de habitantes, y el sonido corresponde al traqueteo de los cientos de miles de piedras preciosas en el mercado de jade más grande del mundo.
Me acerco a la entrada del mercado y paso al lado de talleres donde los adolescentes, con cigarrillos colgando de sus labios, tallan trozos de jade sin pulir haciendo girar las ruedas de las máquinas con saña.
El mercado es un gran laberinto desconcertante, en el que, fila tras fila, los comerciantes muestran sus iridiscentes piedras dispuestas en bandejas blancas.
Al menos la mitad de los comerciantes son chinos, y en las voces que resuenan por encima del ruido del clasificado de piedras se mezclan el mandarín y el birmano, mientras compiten por el negocio.