JUSTICIA: Estupefacientes en el caso Acevedo
Artículo producido por el reconocido Abogado Penalista Hugo López Carribero. Un caso algo similar al anterior, y que se registra cada vez con mayor
frecuencia, es el padecido por un defendido mío de apellido Acevedo, quien
fuera alojado, en un principio, en la comisaría de Ramos Mejía, acusado de
comercializar estupefacientes. Concretamente cocaína.
Acevedo era, tal como se demostró, en el juicio oral, un consumidor
habitual de aquella droga. Los tiempos morosos de la justicia hicieron que
sujeto permaneciera, durante 10 meses detenido, para ser liberado en el
juicio oral, tras una larga jornada de debate. Los jueces llegaron a la
conclusión de que Acevedo jamás había comercializado droga alguna, y que
sólo se trataba de un consumidor que necesitaba de un adecuado tratamiento
médico para superar esa lamentable situación.
Los delincuentes que se dedican a “la pesada”, es decir los que se
especializan, por ejemplo, en robos con armas ó secuestros extorsivos,
experimentan, tal vez por tradición familiar, un especial y pertinaz
rechazo hacia los vendedores de droga. Entienden así, que el comercio
prohibido de estupefacientes, debe estar reservado exclusivamente para las
mujeres, y que los hombres que se dedican a eso, son cobardes que no se
animan a empuñar un arma y secuestrar una persona. No admiten la facilidad
con que los vendedores de droga ganan dinero, muchas veces casi sin
despeinarse.
Pero curiosamente, para los delincuentes de “la pesada” que no aceptan el
comercio de las drogas desarrollado por lo varones, sí aceptan el consumo
de estupefacientes, en especial dentro los lugares de detención, sea en
comisarías o unidades carcelarias. El problema, para ellos, es la
provisión de la droga.
Ni bien Acevedo ingreso a los calabozos de la comisaría, los demás
detenidos, le exigieron, a cambio de su integridad física, que su esposa
les trajera cocaína, al día siguiente, que era el día de la visita.
La forma y los artilugios con que la mujer de Acevedo debía desplegarse
para ingresar la droga sin que la policía la detectara, iba a ser
suministrada por la mujer de otro preso, por lo que la esposa de Acevedo
debía comunicarse esa misma noche con un número telefónico que su esposo
le hizo saber en una carta cuando en horas de la noche ella se acercó a la
comisaría para llevarle comida y un colchón. En la carta decía: “Llamá
urgente a este tel. y pregunta por la paraguaya, hace lo que ella te diga,
por que si no acá me matan”.
A propósito de esto último, la comida nunca le llegó a Acevedo, durante
los meses de su alojamiento en esa comisaría, comió de las sobras de los
demás detenidos. Por otra parte jamás durmió sobre el colchón, que fue
directamente a apropiado por el “jefe” del calabozo. Por el escaso espacio
que había allí, Acevedo dormía sentado en el ángulo recto que forma la
pared y el piso, durante 5 meses, hasta que fue trasladado a la cárcel de
Villa Devoto, donde ingresó al pabellón evangelista.
Pero volviendo al tema de la droga. En esa comisaría los días de visitas
eran los viernes. Durante 5 semanas la mujer de Acevedo cumplió
religiosamente con las instrucciones de la paraguaya, hasta que un mal día
una policía femenina le descubrió la maniobra y le secuestró la droga, que
estaba ya a punto de ingresar a la zona de los calabozos. La mujer fue
detenida y puesta a disposición del juez de turno, nadie le creyó su
versión de las amenazas y permaneció encarcelada durante un año y ocho
meses, en la unidad penitenciaria 3 de Ezeiza, también en el juicio oral
recuperó la libertad. Sin embargo cuando dejó la cárcel, la esperaba una
trágica noticia que motivo su suicidio.
El hijo mayor del matrimonio Acevedo de 14 años de edad, había ingresado
al mundo de las adicciones, al igual que su padre. Sabía donde adquirir la
cocaína, pues el padre lo llevaba cada vez que compraba para él mismo.
El niño, ya adicto a la drogas, y sin dinero, se animó a empuñar un
revolver que no funcionaba y salir a asaltar a cualquier transeúnte con el
propósito de poder comprar la cocaína.
Tuvo mala suerte, le fue a robar a un policía vestido de civil, que dejaba
el servicio en la comisaría de Paso del Rey. El policía lo mató, sin
mediar palabras.
En la cárcel de Villa Devoto, Acevedo conoció a varios delincuentes que se
congregaban a la sombra del evangelio. Uno de ello, también defendido mío,
se auto proclamó pastor del Ministerio Carcelario de Cristo.
Además de predicar la palabra bíblica, se dedicaba a recolectar almas
vivas que quisieran acompañarlo en las empresas delictivas y criminales
que se proponía al momento de salir en libertad. El hombre era “por
naturaleza” un sicario, es decir un asesino a sueldo.
Acevedo se convirtió en uno de sus más fieles seguidores, primero dentro
del penal y luego fuera del mismo.
Al recuperar la libertad ambos se unieron en la más siniestra logia
criminal, aceptar dinero o promesas remuneratorias para matar seres
humanos. Al poco tiempo los dos estaban nuevamente presos, acusados de
tres homicidios.
Por mi parte entiendo que Acevedo, no era un delincuente por sí mismo,
formado hecho y derecho, por lo menos hasta el egreso de la unidad
carcelaria. La formación delictiva que recibió muros adentro, jamás la
había conocido, ni siquiera imaginado en su mundo de consumidor habitual
de drogas.
El matrimonio Acevedo también tenía una hija de 10 años de edad, con el
tiempo supe que, ya mujer joven, ejercía la prostitución en las
inmediaciones de la plaza de Constitución. Acevedo fue finalmente
sentenciado y condenado a prisión perpetua, en este último proceso penal
yo no lo defendí, pero supe que se acreditó, en el juicio oral su
participación en los tres homicidios que se le imputaban, todos cometidos
por dinero pagado por aquellas personas que no se animaban a asesinar al
ser humano, y que por alguna razón odiaban.
Curiosamente, uno de los muertos, resultó ser el cuñado del pastor
evangélico, cuya esposa había ganado, hacía pocos días una suculenta suma
de dinero en el casino de Mar del Plata.
Hace pocas semanas ingresé a la sala de abogados de la cárcel de Villa
Devoto, para entrevistar a mis defendidos, al mismo tiempo se me acercó un
hombre canoso y delgado como un esqueleto, aunque pulcro en su vestimenta,
y muy bien afeitado, me ofreció un café. Con la vista baja, me dijo: “Buen
día doctor, ya no me recuerda, soy Acevedo”.